La
timidez es una cadena
que
me ató corto a una argolla
de
silencios que intoxicó las complicidades.
Nunca
tuve que pedirte un solo abrazo,
ni
siquiera cuando todavía tenías la altura de un duendecillo.
Los
abrazos me los obsequiabas tu.
Ahora
los evoco, mientras surcan
mis
curtidas mejillas
los
ríos caudalosos de Babilonia
y
se me abre la carne y la herida se llena de sal
al
ser consciente de que no me concederás
nunca
más ni una brizna de caricia.
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