Como
tu hermano, nunca fuiste
de
los primeros en salir de la escuela,
te
costaba abandonar el aula.
Impaciente,
desde la esquina asistía anónimo
al reencuentro cotidiano de los hijos con sus padres,
escuchaba
las conversaciones de los diversos grupos de alumnos.
Y
tú, cada tarde, eras el penúltimo en salir.
Camino
de casa me
que
te hablara de los abuelos,
del
pueblo de mi infancia,
y
mis palabras las consumías goloso
como un helado de fresa.
Juntos,
sin darnos cuenta de ello, íbamos esbozando
el
mágico, el fascinante plano de Pouet,
una villa imaginada donde sus habitantes entre lágrimas,
la
noche del siete de agosto, levantaron las vías del tren
que
atravesaba de sur a norte el casco urbano.
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